YACARÉ ROJO

por: Camilo Albarracin Zelada

 

Conocí al yacaré rojo cuando todavía era un citadino, una escoria sucia que se revolcaba en el cemento los miércoles por la mañana por el resto de la semana. De ahí me levantó una especie corazonada, un viento, un soplo, un algo cuando pasó aquella bolsa llena de perritos, tan pequeños que cabían en la palma de mi mano.

Incluso así tirado como estaba, con los ojos viscos, tan cansados que no podían enfocar ni poniéndome los dedos delante de la cara, incluso así los pude encontrar cuando ese aguacero caía sobre toda la ciudad y corrían por las calles ríos de mierda, renegrida agua percudida por la tierra de ciudad, esa tierra oscura que recubre de hollín todas las paredes del centro.

La bolsa con los perritos iba rebotando en los baches, en árboles, verjas y piedras, por aquella agua que en verdad estaba enfurecida los estiraba y empujaba, larga y zigzagueante como el mismísimo yacaré rojo. Los perritos, los perritos, ¡ay! Los perritos estaban todos apachurrados, bien mojados, como yo mismo lo estaba, soplando agua de la cara, sorbiéndola a veces, igual que los perritos, con sus ojitos chinitos y bien cerrados, como los míos.

Así caminé con la bolsa en mis manos hasta una loma en el parque de la tortuga, en una calle tan empinada como la 25 de Cala Coto. Esa misma noche fue cuando me levanté de verdad, no tuve más opción que dejarlos ahí, a su suerte, a vagar por esas calles empedradas, calles que más parecían ruinas infértiles del viejo mundo, de aquellos lugares donde el hombre ha habitado tanto que no queda nada que pueda respirar a su alrededor, ¿qué otra cosa es sino la tierra cuando toda el agua se haya ido?

Me levanté, me alcé y me puse sobre mis pies, menos a los cachorros, ellos se quedaron reptando el suelo, tanteando con sus patitas el mundo, aullando por una gota de elixir maternal. Tunante y bandido de la larga noche de la clefa como era no tuve pena de asfixiarlos por un momento, pero me fui. Lejos, sin mirar atrás tuve que sentir frío de nuevo, tuve que saborear el poco nutritivo mendrugo que se recoge de los suelos cerca de los restaurantes, tuve que sentir de nuevo mi pecho hincharse hasta que mis ojos lagrimeasen porque un gato, una paloma o incluso una rata llegó primero. Esperaba que los perritos la pasaran mejor que yo, porque al fin y al cabo estaban vivos, pero yo no me los iba a llevar, ni cagando, ¿para que un día me los tuviera que comer? No, no, im-po-si-ble. Por todas esas sílabas era mejor, muchísimo mejor, dejarlos ahí, para evitar una rajadura extra, una rajadura de yapa, en el destrozado espejo que era mi espíritu.

Me paré y limpiando autos y parabrisas seguí bebiendo, atragantándome con alcohol que compraba a veces en farmacias, pero casi siempre en el mercado en lata. Pero otras cositas, ya no, otras cositas, ya no mucho, clefa casi nada, nada como la sangre sobre el pavimento, que dejaba una mancha más oscura que el aceite de un motor cuando sucedían los accidentes.

Así se me apareció el yacaré rojo que salía de los desagües y las alcantarillas, un yacaré rojo que estirado era más alto que yo, y cuando lo vi lo único que pude pensar fue en esos perritos que había abandonado en una plaza. La lluvia me recordaba a los perritos, al yacaré rojo que salía con un entramado de escamas espejadas por las luces de los faroles, también. ¿Por qué los había abandonado? Malditos perros de mierda que me tuvieron en negación durante semanas enteras, sintiéndome como basura, como un mierda en la vereda, tan esparcida por las pisadas que parece fruslereada.

Me volví a levantar, me empujé, como se empujan los autos que se quedan sin batería. No había ya nada en la calle para mí, hasta mi última gota de orgullo se destiló en las aguas renegridas y caudalosas, como un murmullo que se escucha buceando en lo profundo de un suspiro. Acudí a casa de mi abuela, con entusiasmo me curó los pies con hierbas, porque quedaba tan lejos de la ciudad y yo no tenía nada más que mis pies y mi voluntad de llegar.

Mi abuela me recibió con tristeza y silencio, me cuidó y limpió mis sudores con agua fría que se evaporaba en mi frente roja como el sol abrasador de la carretera, caliente como el suelo de la carretera que incluso por las noches parece una plancha para freír salchipapas. Cuando ya estuve mejor, cuando puede valerme para algunas tareas menores comenzaron los reclamos. Llegaron mis padres desde la comunidad y con ellos llegaron más putazos. Tuve que aguantar, tuve que escuchar en silencio.

No eres lo que esperábamos, ¿para esto te trajimos al mundo? Aquí tienes techo, qué más querías, ¿no sabes el esfuerzo que hicieron tus padres para que ingreses a la universidad? ¿No sabes el orgullo que eras? No cualquiera puede irse de la comunidad. ¿Así que viste al yacaré rojo? Mañana te vamos a llevar donde la Apata, mañana vas a ver qué lo que pasó en realidad.

El pueblo de Sapecho estaba camino hacia Palos Blancos, rodeado de naturaleza, camino hacia el Beni, cerca de la reserva natural del TIPNIS; aunque había hecho dedo a algunos camiones, llegué con las suelas tan gastadas y los callos en mis pies reventados y supurantes, que tardé un mes en recomponerme; pero en ese calvario desde La Paz hasta Sapecho medité más de lo necesario, dormí al borde de la carretera, sudando mis drogas, mis penas y mis perritos abandonados. Una vez más mi abuela limpió mi frente, una última vez me dio comida, me llevó donde la Apata, que vivía más cerca de Palos Blancos, caminamos por el costado de la carretera que me provocaba tanta y tamaña tristeza que terminé sollozando por varios tramos. Mi abuela se daba la vuelta para ver si seguía caminando, pero no me decía nada, ni me hacía ni un gesto de solidaridad, como si con eso me dijera que me lo tenía merecido.

La carretera era como una calle de La Paz, una larga calle donde era invisible a los transeúntes, donde por las noches nadie más caminaba y si te echas a un costado nadie se paraba a preguntar si estabas muerto, pero esta vez tuve que continuar a paso firme, detrás de mi abuela que con todos sus años su paso corto aún era como el de una joven capibara.

Mi abuela había escuchado mis delirios, me había interrogado sobre mi vida en la ciudad. Recuerdo haberle hablado de todo, entre sueños, entre pesadillas y entre hamacas que se mojaban y chorreaban con mi sudor y mis eses. En ese estado febril había confesado hasta el mínimo detalle de las aberraciones que había cometido y de las atrocidades que me habían hecho. Aunque había descrito ciertas escenas sangrientas, lo que en verdad tenía que ver con otras personas no me perturbaba en absoluto, nada como los perritos que abandoné a merced del yacaré rojo, al negrito, al cafecito y al negro con café.

La Apata vivía en una casa circular, como una gran choza de palos y pajas, hablaba en un chimán antiguo que comprendía no tan bien como mis padres y mi abuela. Cuando me vio me examinó de pies a cabeza, y mis padres que habían llegado antes le afirmaron con la cabeza, como si hubiesen hablado algo antes. Nos sentamos en unos troncos y unas piedras alrededor de una fogata seca, alrededor unos baldes de plástico llenos de agua.

¿Viste al yacaré rojo? Los bichos te están picando porque estás ajeno, estás como si no hubieras vuelto. Cuando dejes de estar en otro lado, ya no te van a molestar.

Sí, lo vi.

Se quedaron callados, se miraron. Me miraron, los miré. Así estuvimos largo rato, yo me perdía en su piel tan tersa como la panza de una capibara y en sus arrugas, pensando que el agua sabía raro, que los sonidos de la naturaleza se hacían agudos.

Se puede quedar conmigo. Se puede quedar si quiere quedarse, sino quiere quedarse, si ya la ciudad lo ha tenido demasiado tiempo, diría que lo lleven a la fuerza a la misión de Palos Blancos, donde el Pastor Eleuterio. Aquí o allá tendría que estarse hasta que vuelva, porque todavía se ha quedado en el otro lado una parte de él.

Detrás de la Apata había bosque de árboles medianos, palmeras y esos de hojas redondeadas donde en pleno sol había oscuridad. El agua sabía mal, amarga en el primer sorbo, dulce hacia el final. Decidí correr hacia la selva, tropezando entre la maleza me alejé, me introduje de cuatro patas hacia las sombras, mis manos sentían la tierra cuando la agarraba para jalar todo mi cuerpo hacia adelante e impulsarme de un brinco con mis piernas. No como una capibara, sino como un cachorro que escuchaba lo que la Apata decía en un chimán que pude entender a medias.

Déjalo que vaya, está bien. Esta es su decisión si no quiere quedarse, está bien. Ha visto al yacaré rojo.

Me fui por la espesura de los árboles y vagué, me bañé en ríos y escuché a los sonidos ocurrir en mi cabeza. Tendí un tan largo puente entre mi mente y la selva que las noticias de mi cuerpo ya no me llegaban, no sabía si el hambre o el dolor me aquejaba. Hacía una semana, me dijo Eleuterio, que le habían advertido de que iría por ahí, le habían dicho que la Apata me había encomendado, y mis padres y mi abuela, también.

Cuando tuve conciencia de mi cuerpo, anduve doblado a dos hasta encontrar la carretera y trastabillando hasta Palos Blancos, hasta la misión evangélica de Eleuterio. Ahí me dieron pan y agua, cierto cobijo y educación, varias semanas, varios meses en aquel bloque de cemento y ladrillo, que tenía en el segundo piso la iglesia para el culto y en la planta baja unos cuartos, cocina, a manera de casa, donde Eleuterio también habitaba. Antes hubo más personas viviendo ahí, pero era yo el único desgraciado que oía a la gente murmurar que no me quería hablar.

La comida sabía a agua, el agua sabía a nada y la nada suspiraba en mi mente por las noches. Por el día me distraía con trabajos en la tierra, en la siembra de huertos, que también recolectaba y que vendía en el mercado los jueves. Ahí conocí a la gente del lugar, a los cazadores que venía con yacarés desde el Tipnis, a los cazadores que venían con Capibaras de no sé dónde, pecados de más allá.

Cuando estaba Eleuterio siempre se armaban discusiones, porque estaba prohibida la venta, estaba prohibida la caza, pero los hombres que vendían esos cadáveres en la carrocería de sus camionetas se posaban callados, y le sostenían la mirada con la sonrisa que les producía tener rifles y escopetas cargadas en el asiento trasero.

Está mal, Carmelo, está mal que le hagan eso a la naturaleza. No moleste pastor, vaya a cazar sus propias presas. Un día te van a agarrar y ahí recién vas a reflexionar. ¿Es una amenaza? Yo no haría nada para que suceda, no es una amenaza, pero es lógica simple. ¿Me está diciendo tonto? ¿Escucharon chicos? Me amenaza y me insulta. No, es así, no es así. Estás poniendo palabras en mi boca. Vaya a molestar a otro lado pastor, no quiero enojarme, no quiero que le suceda nada.

Así yo estaba con mis verduras, en silencio, viendo cómo le partían el orgullo a Eleuterio, que no asustaba a nadie con su camisita blanca y sus pantalones azules. Carmelo en cambio era un tipo de pocas palabras, flaco y alto, de botas y camperas, que venía por el mercado los jueves con sus amigos, a veces los mismos, pero casi siempre diferentes. Algunos jueves no venía, y pasaba con su camioneta achatada de bolsas negras y tachos azules más altos que el techo.

Estaba yo vendiendo verduras, durmiendo y estándome en silencio. Visitaba a veces a mis padres en su chaco en las afueras de Sapecho, no hablábamos, porque yo tampoco hablaba, y ellos tampoco hablaban mucho. Los grandes árboles del chaco se volvieron arbustos que recogían solo las hojas, creo que las frutas ya no crecían por ahí. Le llevaba verduras a mi abuela, que me recomendaba siempre visitar a la Apata, que nunca visitaba, porque me parecía que me iba a largar de nuevo a la selva en cuanto la viese.

La misa se armaba los domingos, se hacía con normalidad, pero cuando llegó verano fuerte, cuando el calor nos hacía sudar, cuando los bichos ya no me molestaban, porque había vuelto, vuelto, llegó a Palos Blancos una comitiva de autos embanderados. Se quedaron en la casa de Carmelo, que era de lejos la más grande y cómoda del pueblo; fueron por la iglesia nuestra, por la iglesia de los adventistas también, se fueron a pasear por todos lados, como si estuvieran revisando sus terrenos, como si un patrón llegase a ver cómo le están cuidado su casa.  Así entró a la misa un sujeto que saludaba a todo el mundo, como si los conociera de toda la vida, besaba niños como si fueran de su propia sangre.

Compañeros y compañeras, he venido a darles las buenas noticias, voy a traer el progreso a Palos Blancos, vamos a hacer hospital, escuelas y un instituto técnico; pero sobre todo vamos a terminar la carretera, que a medias a quedado, postergando el progreso de Palos Blancos. Voten por la mejor opción en las próximas elecciones.

El sujeto hablaba con soltura, tomó el atrio del pastor que se hizo a un lado en silencio ante la mirada de Carmelo. Alrededor de ellos ululaban dos muchachos con cámaras, como los que había visto en las calles de La Paz, con sus tenis naic, sus pantalones chupados y su gorra como en los videos que pasaban en el puesto de dvds en el mercado. Una vez había visto camarógrafos en la ciudad, los vi sacándome fotografías detrás de los barrotes, incluso entre sueños los vi apuntando el gran ojo hacia mí cuando yacía en plena vía pública con las personas saltando sobre mí para no tropezar.

A pesar de todo el asco, a pesar de mis recuerdos podridos de la ciudad, a pesar de que había vuelto vuelto, al terminar la misa los seguí al pueblo. Algo había en ellos que conservaban mis recuerdos de la ciudad. Estaban comiendo los Pollos Don Lucho, hablando con varias personas, yo los veía desde afuera, porque no acostumbraba comer en un lugar tan caro. Salieron a la calle y yo seguí ahí, mirándolos, a ver qué cosas más citadinas hacían, que me recordaban a un lugar nebuloso de mi memoria. Prendieron cigarros, sonreían y hablaban de una mujer que vendía los pollos, que estaba bien buena y que se la querían poner.

No, ni cagando, deja de usar Tinder en puebluchos. Ya viste cómo te fue en Roboré. Jamás, seguiré usando y lo haría cuantas veces sea necesario, y le daría, le re daría. Pero es un pueblucho, aquí no es darle nomás. Aquí y en la china es igual, les das o no le das, nadie se entera. No sé, aquí no es igual, estamos laburando, cuidado el jefazo se entere o le jodamos el rollo.

Yo estaba sentado al frente, medio a oscuras, pisaron sus colillas y se entraron de vuelta. Me acordé de los perritos, de la bolsa y el agua renegrida. Me acerqué al local, que tenía un gran vitral, desde ahí pude ver a la hija de Don Lucho, una chica morenita, menudita y con sus limoncitos bien puestos debajo del delantal.

El jueves en el mercado estuvo Eleuterio conmigo, y hablando con algunas personas de la iglesia que se acercaban, con la voz compungida y derrotada. Vi que en mi canasta había una zanahoria torcida, como si dos zanahorias se hubieran trenzado cuando la tomé la sentí blanda, mis dedos se colaban, en uno de los lados una mancha gris llena de pelos. La tiré porque el calor hacía que todos sintiéramos el olor de los cuerpos que se secaban; las voces se agudizaban y se apuraban por terminar las conversaciones, porque nadie podía sentir más olor que suyo propio.

No es así como sucedió, eso es mentira, Don Lucho no se enoja así nomás. Al muchacho se llevaron de vuelta nomás. Don Lucho le iba a disparar ahí mismo si Carmelo no intervenía. ¿Quién le manda a propasarse con su hija? Pero ella tampoco es que se resistió, ¿no? Tampoco sabemos, ella es una niña nomás. La cuestión es que se escucharon disparos y se tuvieron que ir todos. Ahora Don Lucho está de miedo, pero tampoco se podía quedar así de brazos cruzados viendo cómo le arruinaban a la hija.

Así anduvo el chisme por el mercado durante varias semanas y la historia cambiaba cada vez que la escuchaba, cade vez más interesante. Yo seguí pensando en aquellos changos y sus cámaras que me recordaban a la ciudad, a la universidad, a la clefita, un poco, a las otras cositas, casi nada, y a la moda de las vitrinas. Los huertos crecían bien, no faltaba el agua ni la semilla, y en eso me ocupaba nomás. Leyendo algunas cosas de Eleuterio, evangelio y esas cosas que me aburrían y me hacían dormir, que hasta me hacían extrañar a esa gente que no me hablaba porque iba a clases de nivelación.

Llevaba verduras a mis padres que habían ampliado su chaco y tenían plantas de coca hasta el fondo, hasta donde no se podía ver y me ofrecían volver y ayudar, pero yo no quería volver. Llevaba verduras donde mi abuela y me decía que visitara a la Apata, y a mí me daba miedo volver porque me acordaba del yacaré rojo, aquel yacaré rojo con el que viví en la selva bien adentro. Una tarde de esas, al volver, pasaron unos camiones llenos de militares, hacia Palos Blancos, como hacía tiempo que no pasaban.

El jueves en el mercado, de nuevo fue conmigo Eleuterio, que ya no me hablaba, porque sabía que no le contestaría. Y el chisme de Don Lucho estaba pasado porque ahora era la historia de Carmelo, que no parecía hacía tiempo.

Esos changos con sus cámaras habían subido a internet imágenes de los yacarés de Carmelo, tirados en su camioneta, cómo será el internet que se hizo tan grande la cosa que las autoridades vinieron a buscarlos. Así con armas y todo se armó balacera y le arruinaron el negocio a Carmelo. Cómo será también que uno de los muchachos apareció colgado el otro día en la plaza, despellejado y rojo como el yacaré que estaba a su lado.

Un muchacho se acercó a Eleuterio, sacó de su bolsillo una pantalla y le mostró, el cuerpo rojo vibrante del muchacho despellejado al lado del yacaré rojo opaco. Me acordé de ciudad de nuevo, de los perritos, y del yacaré rojo de la ciudad que no era tan diferente. A la semana siguiente, preparé las verduras en tres bolsas negras, una para mis padres, otra para mi abuela, y una tercera para la Apata, porque estaba listo para volver a beber de su agua y de sus palabras, porque no quería responder a ese llamado de la ciudad, porque en todos lados se me ofrecía, porque en todos lados se me venía a la mente desde que vi a los colgados en la pantalla.

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