LA PURIFICACIÓN DE LOS DESAHUCIADOS

I

Despertaron abrazados, holgaron entre sábanas por momentos elíseos. Alguna mejilla rozó el dorso de una mano con suavidad, calma y lentitud. Él se levantó pesadamente, alisó su cabello, contrajo su espalda, estiró las manos. Ella simplemente miró recostada de lado y con la cabeza sostenida por su brazo flexionado.

Llamaron a la puerta, salió y volvió con un sobre que había sido deslizado por debajo hacia adentro y llevaba el rótulo de Importante y un símbolo de bioseguridad. Se colocaron guantes para manipular el papel y leyeron ambos que las sospechas de la pandemia se hacían oficiales. 

En el boletín se pedía a la población la hidalguía para sobrellevar este tiempo hasta nuevo aviso y evitar el contagio a cualquier costo.

Se miraron con congoja, con pena y tristeza. Se vistieron rápido y salieron a toda prisa.

Más tarde Frims entró solitario. Con el entrecejo fruncido y las manos en los bolsillos, todo su porte atormentado por una irremediable e ineludible afrenta del destino. Su faz totalmente desfigurada se representó delante de él en un gas espeso con tonos verduscos que se elevó hasta el techo y se esfumó. Meditabundo, Frims no se dio cuenta de lo que había acontecido.

Esperó ensimismado y  sin plena conciencia de su presencia en ese ambiente.

Elea entró muy acongojada y morada. Al parecer los días macabros serían exhumados del pasado, de cuando el mundo se había sumido en lo profundo de la enfermedad. Ellos, aún intactos, sanos, se vieron juntos conviviendo entre lo obvio y lo intrínseco hasta este día.

Se miraron ligeros de agobio. Antes habían tenido alguna idea de que esto sucedería, que deberían encerrarse como en una cuarentena del mundo enfermo. Ella miró el techo desde la cama y él simplemente se apoyó contra la pared nuevamente. 

Su decisión fue intrigante y un poco tácita. Absoluta. Ellos eran algo, detrás de una puerta cerrada y en medio de un mundo que se caía a pedazos. 

 

Elea seguía sumida en el mutismo de la pena, con la innegable esperanza de la vida atravesando sus pulmones al mismo tiempo que pretendía no sentir dolor alguno. Estaba contrariada por lo rápido de los acontecimientos y su entrecejo se tornaba sombrío por momentos irresolutos. Dos días ya que yacía recostada, cubierta de recuerdos familiares, y apoyada en la deliciosa suavidad de un pasado en el que había sido feliz.

Frims por su parte, todavía agobiado por el detrimento de su ánimo, comenzó a pensar que ella estaba muy perturbada por la irremediable situación que no le dejaba más opción que yacer junto a él bajo el mismo techo. Pensó tanto que hasta transitó los caminos peligrosos de la vacilación y terminó concluyendo que era él la tortura que la agobiaba, puesto que la veía claramente sumida en la depresión. 

 

Elea antes de levantarse sintió sobre la cama un elemento esférico. Era la naranja que había tomado de la casa de su hermano. Caminó y desde la puerta vio que Frims estaba ya levantado, sentado en el salón. Ella pasó de largo y fue a la cocina, donde colocó sobre un mesón la naranja que llevaba en la mano derecha.

Frims sintió que se levantaba su tormento, vio nuevamente en su fugaz transitar una mirada perdida y gestos llenos de indiferencia. Su pena crecía y sus percepciones lo acercaban al desamor. ¿Qué había hecho para merecer eso? 

Contemplativa aún, en plena cocina, ella decidió dar rienda suelta a la gula. Hecho que derivó en una suculenta comida individual. Sus pensamientos la obnubilaban, la consumía el recuerdo de un ser querido perdido y por momentos parecía transitar el umbral de la completa desolación, como perdida y solitaria en el mundo. Incluso parecía esperar algo de afecto, pero no lo pedía a gritos.

Sintió el olor a comida y se tentó a acompañarla, de increparla, o mejor de preguntarle. Quería reclamar y exigir, o mejor, quería rogar y suplicar, algo de cariño. No se entendía y tanto tiempo perdió en su indecisión que ella nuevamente pasó cerca y no pudo articular gesto ni palabra digna de intención. 

 

Aunque dormían en la misma cama, sus horas de vigilia eran distintas. Él casi siempre despierto. Un extraño ruido lo despertó, crujieron algunos muebles y algo estrepitoso se movió en la cocina. Algo de miedo se apoderó de él y esperó que ella despertase, pero ni se inmutó. Decidió levantarse con cuidado.

Grande fue su sorpresa al ver que la cocina y el salón se fundieron en un solo ambiente. Toda la cocina pareció trasladarse hacia el salón y ahora un mesón separaba los ambientes. Una reconfiguración total del entorno en el que habitaban.

Quedó un poco estupefacto ante tal situación. Entró nuevamente a su dormitorio y la vio en su impertérrita disolución ante el sueño. Y él durmió también.

 

Frims, ante el consolidado ambiente salón-cocina, tuvo el coraje de cambiarse de ropa. De tomar un baño y acicalarse puntillosamente. Como resultado estuvo muy presentable y peinado, sentado en el salón y con un desayuno para dos esperando sobre el mesón, cerca se ubicaba una naranja.

Esperó pacientemente que ella despertara.  Vio un cuadro en la pared, donde estaba junto a ella, echados sobre el césped, conversando. La foto la había tomado un amigo suyo. Descolgó el marco y corrió hacia el dormitorio y quiso decirle que recordara lo mucho que se amaban.  Se detuvo justo en la puerta. Retrocedió y retornó el cuadro a su sitio.

Elea salió atufada de la habitación hacia el baño.  Vio de reojo que Frims estaba parado en el salón, vestido como para una fiesta. Pero no le dio importancia. 

Él, vio una fotografía que tenían abrazados dándose un beso. La descolgó y esperó postrado en la puerta del baño, esperando que ella saliera. Pero pronto pensó que era una tontería y se retiró con tristeza. 

Mojó su rostro abundantemente y se vio al espejo con muchas ojeras y el pelo enredado. Recordó su naranja y se antojó de ella. Salió directo a tomarla del mesón. Sintió algo extraño en la habitación, pero nada más. Vio el desayuno pero ni se le ocurrió que era para compartir. Tomó la naranja y apresuró sus pasos rumbo al dormitorio. Miró el techo y jugó con la naranja por un momento. Decidió guardarla en la gaveta de su velador y seguir holgando.

Se sentía invisible  a los actos de su amada. Perdido por la derrota del completo desamparo. Era obvio que ella no lo amaba más. Pero observó con detalle que le prestaba cierta importancia a aquella naranja, tanta que ni siquiera notó los cambios en la estructura de la casa.

 

Seguían como el día anterior. Sumidos en el mutismo y la gestualidad. 

 

Ella se sentó en el salón y lo admiró. Lo vio meditabundo. Lo vio querido y quiso levantarse, abrazarlo y llorar junto a él sus penas. Pero se contuvo. Quiso levantarse y gritarle que era un imbécil por estar ahí tan callado, pero simplemente no lo hizo. Siguió mirándolo esperando encontrar su mirada.

Frims la tenía delante, sentada. Y evitó por completo su mirada. Como un perro que anda mirando de reojo porque lo golpearon recientemente. Observaba cabizbajo como un ave que se posa orgullosa sobre un copioso árbol y no se digna a inclinar la cabeza para mirar hacia abajo. Así la evitaba, como un animal.

Ella se contuvo de pegarle un lapo. Lo miró de reojo, también, y  no supo qué pasaba. Dónde lo había perdido. Era una persona completamente diferente. En un ataque de locura quiso sentarse sobre su regazo, acariciarle el rostro y besarlo despacio, juntando sus labios de a poco sintiendo su aliento caliente entrando en su cuerpo. Pero se contuvo. 

No se miraron más todo el día.

 

Estruendos de mampostería resonaban. Movimientos tectónicos inclementes parecían atacar el departamento o el edificio; una hecatombe, desgracia, sería el apocalipsis, pensó. Despertó Frims con el corazón en la boca. Se levantó de golpe y corrió hacia puerta. Pero ya no existía.

Todo se había fundido, era un cuarto solo. Era su dormitorio, el salón y la cocina, un ambiente único. Y ahora mucho más reducido que antes. Todos los muebles se estrechaban y se juntaban entre ellos en algún punto.

Esperó sobre la cama, todavía incrédulo. Quería despertarla y preguntarle qué pasaba. Si ella también lo veía. Si ella también lo sentía. La vio durmiendo y se contuvo. Ese movimiento hizo que viera dentro del cajón semi abierto de su velador algo que relucía por su color natural. Era la naranja.

Pensó que si la tomaba, ella tendría que preguntarle. Entonces se la llevó a una gaveta de la cocina. Y esperó a que despertara.

 

Elea despertó, contuvo su rabia ante la desaparición de su naranja, que con los días parecía hacerse más dura, y decidió astutamente no hablar, sino buscar. Discretamente pudo encontrar la naranja. Sospechó de la cordura de Frims. Había algo más en el ambiente. Algo extraño estaba ocurriendo, como si lo sintiera todo cada vez más cerca, como si las paredes conspirarán en ello.

 

Él la encontró y la ocultó nuevamente.

 

Ella la buscó y la guardó de nuevo.

 

Ante el estruendo despertaron ambos. Se vieron ante el baño descubierto, no existía una sola pared que los separara y ni así se miraron. 

 

Tanto ella como él, andaban buscando la naranja. Porque suponen entre ellos que el otro la ocultó. Con los muebles muy estrechos, e incluso uno sobre otro, se hacía muy difícil entrever en los rincones. Ahora sí se miran, con odio a veces, con intriga otras, con reproche, desidia y desdén también.

Tal vez, en parte, porque el inodoro había quedado al lado del refrigerador.

 

La comida se acabó. Desapareció abruptamente y uno miraba al otro con reproche. Puesto que debía durar el mayor tiempo posible. 

La convivencia se hizo imposible y el odio mutuo crecía con cada necesidad que no satisfacían individualmente. La incomodidad se apodero de su razonamiento. Hasta se miraban con cara de instinto de supervivencia.

Ambos buscaban obsesivamente la naranja. Y pensaban que el otro buscaba también solo para camuflar su delito. Pero todo era una conjetura, una hipótesis basada en la observación.

 

Ella lo tomó por la camiseta mientras sostenía un [artefacto] con la otra mano. Él la miró asustado y tratando de soltarse buscó otro [artefacto contundente].

Ambos se miraron desafiantes en el cortocircuito del tiempo. Él sostenía amenazante la mirada sobre su propio cuello, desafiándola hasta el atrevimiento. Ella también puso los ojos en modo precipicio y supo lanzar un abismo intimidante, sujetándose muy fuerte del vértigo para no hacer una locura mayor. 

Ambos se amenazaban con [artefactos contundentes e inflamables]. ¿Cómo joder al otro? ¿Acaso acabar con su propia vida era  la única solución ante la convivencia solitaria? 

 

Fue otra mañana de perturbaciones visuales, mientras las paredes se cerraron un poco más. En el ánimo de Elea despertó todo el ímpetu de recuperar aquello que le habían quitado y le dio una patada mientras dormía. 

Él yacía en la cama. ¿Qué pasaba?

Entonces solo quiso quedarse sentado viendo todo caerse ante el resplandor implacable del fuego y la redención parecía cada vez más cerca, recuerdos de pasión fueron quemándose en la sala, el dormitorio e incluso el baño. Y los pasos sofocados de ambos transitaron por aquel lugar fundido donde antes fluyó el amor.

Así secaron sus cuerpos y sus almas al ritmo compulsivo de un latido que se apaga.

 

Las paredes siguen ahí. Pasó por debajo de la puerta una nota bajo el rótulo de Nuevo Aviso.

 

II

 

Frims despertó y la vio. Sonrisa por medio sintió su cálida mirada mientras pensaba en rascarse la cabeza. Trató de erguirse pero la pereza le ganó estaba como confundido por las noticias que tenía resonando como ecos dentro de su cabeza. Esas noticias que le delataban cierta pandemia mundial. Pero finalmente se incorporó, aturdido por movimientos matutinos, tuvo un mal presentimiento.

Escuchó y sintió que ella miraba, así lo hizo él también. Su cara se tornó agria y rebuscó en las entrañas de su ser algo de cordura, fue que habían tocado la puerta y deslizado un mensaje en papel. No sabía. Con agilidad recorrió el cuarto buscando su par de guantes para manipular este boletín.

Lo leyó al lado de ella. Ambos terminaron al mismo tiempo y la miró con complicidad. Vio sus ojos profundos con resolana de preocupación. Suspiró y supo que debía salir a buscar a su familia. Al menos para despedirse. Era la pandemia un hecho y el Control Social solicitaba a los habitantes que no dejaran sus hogares hasta nuevo aviso. Tiempo atrás ya dijeron que todos debían estar en estado de alerta con lo necesario, siempre, para un año en aislamiento.

Consideró tiempo atrás en dejar el mundo pero su acercamiento a ella y su convivencia hizo que superará todos los miedos y sintiera la calidez de la compañía. Vio que ella salía, él sabía dónde iba. Alcanzó a detener la puerta del departamento y salió casi detrás de ella, sin embargo, no la seguía.

En las calles silenciosas los árboles se secaban como flores marchitas, la gente pasaba con aire misterioso, sospechando todos de un posible contagio. Ningún vehículo y ningún medio de transporte pasaba. Todos en un trajín pedestre alcanzaban a mirarse con conmiseración, pues sabían que del aislamiento que comenzaba en tres horas, saldrían algunos pocos. Muchos menos que del último aislamiento que él no alcanzó a conocer hace ya dos décadas.

Camino garboso con la ropa que  había dormido. Pensó en los pijamas que le mostraba su abuelo en fotografías, un lujo de antaño. Pensó en las facilidades de antes, los celulares y el internet, los aviones, y no pudo imaginarse cómo hubiese sido usarlos. Era una legua hasta la casa de su familia. No podría estar mucho tiempo pero al menos un saludo sería suficiente.

Cuando llegó lo recibieron todos taciturnos. La depresión parecía el común denominador en sus padres y su pequeño hermano. No se tocaron ni abrazaron al principio. Pero se miraron fijamente, después el padre se levantó, lo abrazó, se acopló la madre y el pequeño hermano. Pensó en quedarse por un instante. Luego se miró profundamente con cada uno. 

Al final recordó por qué se había ido en un principio. Tres meses ya. Ese amor de familia pequeña era hermosa, pero no tanto como el amor despreocupado que ahora llevaba. Era un equilibrio de amores, algunos mejor lejos, otros un poco más cerca. Cada cual con sus matices.

Pero a último momento sintió indecisión, si era lo correcto cambiar esto por aquello. La duda comenzó a perturbarlo y  pensaba si ella en realidad no lo amaba y los próximos días se convertirían en un tormento.

En la calle buscó los camiones del Control Social, aquellos que llevaban abarrotes. Encontró algunos ya vacíos y abandonados, pero nada más. Respiró un poco más, vio a lo lejos alguna horda de desahuciados moviéndose y sintió pánico. Se apresuró en llegar a su departamento.

Los ángeles murieron hace mucho tiempo, entre el pánico de la cultura y el eros de la sociedad, todos estaban a merced de la enfermedad y peor aún, de los desahuciados. Estos recorrían las calles desiertas, que habitaban barrios abandonados o los aniquilaban, de acuerdo a su número. Muchos la mayor parte de las veces. Andan cabizbajos con la mente reptiliana al rojo vivo.

Largos instantes yació preocupado, cavilando la infinidad de posibilidades. ¿Qué pasaría si ella no retornaba? Si un impulso propio de la estulticia la dejaba a merced de la infame muerte, de la enfermedad o la invalidez. Eran tiempos peligrosos. Temía también a la soledad porque él volvió para quedarse con ella en este periodo de aislamiento. Ya no tenía tiempo para retornar con su familia.

Faltaba aún una hora para que el toque de queda se cumpla. Seguramente el Control Social iniciaría la purificación, primero erradicando desahuciados y después limpiando las calles. Vio sus ventanas y puertas selladas con gomas y todo tipo de residuos plásticos, muy improvisados. Porque la contaminación debía quedarse fuera. 

En su cabeza ecos de sonidos electrónicos resonaban intensamente. Le estiraban los nervios y le hacían sudar. Le hacían irritarse y después apaciguarse. 

Su preocupación no había trascendido al ego. Aunque pensaba que tendría más comida, nada se comparaba al aislamiento. Mucho menos en un lugar tan pequeño como el suyo. Nada se compararía a vivir por siempre con un intersticio entre el alma y el espíritu.

En medio de su soliloquio de poca cordura tuvo una visión celeste. Así que sin más reparo tornó su posición sedente a la verticalidad, mientras escogía mentalmente sonidos eléctricos estridentes que acompañasen los pasos poco agraciados que comenzaba a protagonizar en el espacio comprendido entre sillones de la sala.

Levantaba pies y manos, movía serpenteante el dorso y se estremecía con contracciones abdominales. En su mente la resonancia electrónica ya tenía temporizador intermitente, que se expresaba en algunos movimientos de sus dedos. Olvidó sus penas y trascendió el estado de ansiedad producida por la ausencia. Siguió con pasos vivos.

De súbito se acuclilló y lentamente quedó sedente en el suelo, justo delante de la puerta de entrada. La vio entrar, toda morada y con los ojos en blanco. Llevaba la suciedad impregnada en la ropa. Él atinó a mirarla consternado,  preocupado, cejijunto, muy perturbado por un presagio de la fatalidad. Se apoderó de él una rigidez corporal y una frialdad expresiva.

 

III

Elea sintió la cara caliente y entre parpadeos matutinos vio que él la miraba profundamente absorto. Como perdido entre sus rasgos. Ella un poco desconcertada trató de ordenar sus pensamientos y logró sacar una sonrisa cómplice, pero un poco apresurada y fingida.

Trató de incorporarse, pensando aún en lo largo del día, en la inmensidad de cosas que debía hacer y de pronto se asustó ante la llamada de la puerta que le dio mala espina. Solo podía ser una cosa y la congoja se apoderó de su mohín, un poco absorta lo miró y se dio cuenta que la preocupación también lo tomaba por el cuello.

Por dentro gritaba maldiciones. Se vio junto a él leyendo que su destino inmediato debía ser el aislamiento. Pensó que tendrían mucho tiempo para estar juntos y darse explicaciones mutuamente. Salió sin decir nada, corrió con paso decidido. Quería ver a su hermano, como si fuese la última vez.

El cielo tenía un tono azul decaído que parecía enfermo. Le acompañaban algunas nubes deshilachadas y mal puestas que el viento fétido arrastraba lentamente. Corría esquivando obstáculos y evadiendo respuestas. ¿Cuántos meses serían suficientes para realzar la vida matutina? ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última ola de aire fresco? ¿Cuánto tiempo que no veía a su propia sangre huérfana?

Se paró delante de la puerta y la vio arañada y maltratada. Pensó en alguien a quien no dejaron entrar. Pensó en que alguien en esa casa había sido desahuciado. Abrió sin preguntar, con violencia, y con la mirada llamó a su hermano. Dentro estaban sus amigos, esos con lo que compartía morada. Eran como un el movimiento del aire, un bemol inexistente que descarga en el vacío un estridente reclamo, un pequeño sonido que sacude la mente y daña el autoestima. Supo lo peor en los gestos terribles que había en estas personas, en sus estertores de tristeza lanzadas como para no dar explicaciones. 

Supo que había enfermado. Recorrió esa casa vieja donde solía vivir, buscándolo sin mirar, solo para darse tiempo de pensar en medio de la desesperanza. Finalmente cogió del cuarto de su hermano solo una naranja, porque seguramente habían tirado todas sus cosas.

Ya por las calles corrió sin motivo. Sin razón ni juicio, desquiciada por la tristeza. En su cabeza solo resonaban sílabas sin sentido concertado por el Control Social. Y así llegó  a las lindes del barrio de cuarentena perenne. Y a lo lejos se alzaban las chozas de los desahuciados. 

Dudó en ir más allá. Miró el horizonte fermentado por el humo de llantas quemadas. Dio una vuelta y vio agentes de Control Social, que nada pensaban hacerle. Pero al ver que se puso a correr como en huida se alteraron y la siguieron. Incluso le exigieron que parase.

Uno sacó una gran pistola y le apuntó con esmero. Salió del artefacto una gran bola que cuando impacto en ella salió un polvo de color púrpura que la desestabilizó y noqueó por unos instantes. Vieron que no tenía señales de enfermedad y la subieron a su vehículo de patrullaje que estaba estacionado por ahí. Siguieron la ruta que ella había empezado a correr hasta que se encontraron con una gran horda de desahuciados, escribieron en sus aparatos las coordenadas y emprendieron huida.

Ella despertó a la media hora y no dijo nada. Los vio y ellos la vieron. Ninguno dijo nada. Estaban estacionados en la puerta de su casa. Ella bajó aturdida aún pero con el empeño de quien huye. Subió las escaleras con parsimonia, recuperando los recuerdos y las penas con cada escalón, como en peregrinación.

Finalmente llegó a su puerta. Abrió y lo vio sentado,  emanaba una luz verduzca de sus ojos y la cara de idiota le llegaba hasta el suelo. Vio cierto desorden en el ambiente. No lo sintió cerca, ni siquiera presente, por eso solo pasó de largo y atinó a tirarse sobre la cama, muy triste.

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