ATROPELLAR LA NAVIDAD

Paro en la vereda de un parque vacío en navidad y mis pantalones están mojados. Hay gente que duerme en la calle, yo duermo sobre mi moto, a la luz de las estrellas, después de la última entrega busco un sendero hacia el campo abierto y desértico, estaciono y de bruces cambio pies por manos, manubrio por ruedas traseras.

Después de la pandemia decidí viajar en moto y trabajar de delivery allí donde vaya. Es mi tercera navidad desde que partí de La Paz. Pasé por Oruro, Puno, Cuzco, Lima, el Pacífico, Guayaquil, Quito, Colombia, Centroamérica, y aquí estoy, ahora, en un no-lugar.

El del restaurant chino me pasó una bolsa enorme que sostuve con las dos manos, por una ventanita que daba a una calle llena de grasa renegrida como los peroles que se alcanzan dentro. La basura se pega a mis botas, bolsas plásticas melosas. La mochila cuadrada a penas cierra cuando la llena con la bolsa, que parece tener varios envases frágiles y mal sellados.

Subo a la moto y me acomodo sobre el asiento, muevo las nalgas. Tras de mí, siento la calidez, luego la velocidad y el valor, y la brisa como un suspiro en mi oreja, como una muchacha, como esa de La Paz. La pantalla muestra que he alcanzado mi destino, al lado del parque, sobre mis pantalones mojados, porque los envases estaban mal sellados. Con el cielo sin luna, sin estrellas y la calle sin autos, sin gente, ni siquiera una brisa se aparece para mecer una ramita de los árboles secos y abandonados de ese páramo desolado salpicado de asientos.

En la mochila estaba la cena de una familia, de una casa sin luces de navidad, sin césped, sin timbre. La bolsa era una sola masa que chorreaba sobre mis guantes. Cerca de la puerta escuché voces, femeninas, masculinas, no binarias, que piloteaban sobre el llanto agudo de una criatura. Dejo el encargo en el piso, me voy hacia el parque, hacia mi moto, hacia el sendero.

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