LA PECULIAR TRAGEDIA DE HERMENEGILDA INTERPRETADA POR UN TRÍO DE JAZZ

[Intro]

En un abrir y cerrar de ojos se nos pasa la vida. En tercetos y cuartetos nos desvanecemos como figuras de sal en el agua. Nada evitará que la historia de Hermenegilda toque tu corazón y las raíces de un problema que deambula por la tierra inmemorialmente.

Era un día común, con las dudas normales que aquejan a un hombre ordinario, como aquellos en los que hacemos las paces con nuestra conciencia y las penas pasadas. Yacía así nuestro investigador, mirando el techo con las botas puestas sobre el escritorio, mientras sus colegas se movían agitados por doquier. Nadie se inmutaba con su presencia y lo tomaban en cuenta menos que a un mueble.

Pronto su paz se perturbaría y sus oídos recaerían sobre un teléfono empolvado. Sonó varias veces, retumbando como vagido de niño. Pero el investigador seguía pendiente de sus menesteres introspectivos, proyectados en el agrietado techo de su oficina de la estación policial central. 

Siguió sonando el teléfono, entonces ya no dudó, efectivamente requerían de su atención. Librándose de un alma lánguida y con la parsimonia monumental de quien se levanta de madrugada, descolgó el auricular. Con tono condescendiente saludó. Silencio al fin, ojos bien abiertos y unas cejas expresivas evocando preocupación. Era el momento de la incredulidad.  Una llamada importante para un investigador pusilánime.

Era la oportunidad que estuvo esperando para demostrar sus capacidades, como un feroz lobo que se mantuvo escondido comiendo carroña para que nadie sospechara que podía matar. Como ese mono que solo come las frutas fermentadas de la tierra, mirando siempre a los demás deleitarse en las copas de los árboles. Sintió júbilo y ganas de contar el caso que se le había asignado, sobre todo a los que se burlaban de él. 

Así meditó en trivialidades largos momentos, hasta que se puso manos a la obra. Era un investigador, el cabo Rigoberto, tan imperfecto como para llevar adelante el caso que a continuación contaremos. 

Lo convocaron a reuniones importantes para hablar personalmente con gente de buró. Solícito se presentó; aquellos que se adornaban con galones de capitanes, mayores y coroneles arengaron con rudeza que la tramoya era más importante de lo que había sospechado.

Le explicaron que el máximo de los máximos, un general seguramente, estaba presionando con todo el brazo político e institucional de la leyenda que los subordinaba. Le recordaron que su fracaso tenía implicaciones que lo dejarían postrado en cama de por vida. 

Exudó nuestro investigador, se halló atrapado, amenazado. Deseó que le pusieran una pistola en la sien para completar la indirecta, pero nada se registró. Completaron los importantes y respingados jefes que su tarea era encontrar justicia para la comadre Hermenegilda. Porque sí. 

Comenzó la investigación con mucha responsabilidad.  Pero no supo por dónde comenzar. El pobre Rigoberto estaba tan perdido que buscó nuevamente manuales y cuadernos con apuntes de sus épocas académicas. Repasó y aplicó con técnica cerrada, sin darse cuenta que en la improvisación puede hallarse algunos pasajes desconocidos. 

Fue a reconocer el cadáver en la morgue tétrica, como siempre, fría y formolizada como nunca. Era Hermenegilda una señora que cargaba seis décadas y un lustro sobre la espalda; pero no aparentaba vejez, sino cierta juventud. Sus ojos desvanecidos conservaban el secreto de su muerte y su expresión tenía inscrita la palabra materna.

¿Motivo de la muerte? Vamos esto es fácil. Pregunta cobarde. Nadie sabe. ¿Cómo que nadie sabe? ¿Paro cardiaco? ¿Envenenamiento? ¿Armas blancas? ¿Un disparo?  Nadie sabe. ¿Quién sabe cómo murió? Nadie sabe, investigador. 

Gritó a los cuatro vientos que se le revelara el informe forense. Pero nada decía. Más allá de las falaces y rimbombantes frases galenas, no decía nada. Hasta que al final del pasillo más oscuro de la morgue escuchó la tétrica voz que una vez más dijo: nadie sabe, investigador.

Las nubes en el cielo se mueven veloces. Las crestas de los arbustos se peinan de lado. Los vehículos se mueven en las calles y llevan gente a ningún lado. Todos miran el vidrio hacia el atardecer rojo que le gana cada vez más al azul natural de la cotidianidad. En medio de todo nadie sabe nada, mucho menos Rigoberto.

 

[Dos]

Necesitaba interrogar gente. Llamó a los más allegados de la difunta. ¿Quién era Carla? Era la criada de la señora Hermenegilda, una muchacha de 17 años que gustaba de los placeres nimios de la vida. De esos que sólo la juventud te deja apreciar. ¿Qué le dijo? Al parecer, descubrió que no estaba muy contenta viviendo con la señora, aunque no dudaba cierto afecto. La muchacha confesó que se sentía raptada, sus padres vivían en una comunidad rural. La difunta no había cumplido con darle educación y la mantuvo como una doméstica. 

Carla sollozó, se mostró inquieta y aturdida. Había salido el viernes con su novio eventual y su amiga. Los mismos que horas más tarde corroboraron todo. La parranda siempre duraba hasta el lunes a primera hora. Nada importante.

El investigador escuchó atento a la joven y supuesta ahijada de la occisa, quien contó que a las siete de la mañana llegó con pasos inquietos, producto de la nueva ola del huayño que entre los jóvenes se disfrutaba. Notó que las luces del baño, la cocina y el escritorio estaban incandescentes. El silencio extraño la había desconcertado porque la señora de la casa a esa hora ya debía estar armando barullo. La buscó por todos lados y la halló finalmente en el salón con los brazos cruzados. Le habló, pero no le respondió. Intentó moverla, pero no pudo. Asustada llamó a la policía.

El investigador quedó meditabundo buscando respuestas en las paredes. Haciendo anotaciones inservibles que no iban ni venían. En el fondo se escuchaba aún al misterio susurrando, nadie sabe, investigador.

¿Quién era Hermenegilda? Las dudas rondaban la cabeza de Rigoberto. Sabía que era una importante prestamista, así se ganaba la vida, una mujer de pollera que desde joven había cimentado un negocio extravagante. Tenía más amigos y no se contaban enemigos. Todas sus transacciones estaban correctas y nadie le debía dinero, porque días antes el último había cancelado hasta el último centavo.

Ninguna pista por ese lado. 

El misterio era aún mayor y ya rezaba que los cielos lo amparen, porque sus jefes lo van a capar si no se esforzaba un poco más. Los retrasos no se cuentan sino por cientos. No conocimos un investigador más ortodoxo y por lo mismo más cargado de prejuicios. Sin embargo, perseveró y consiguió una reunión con Campoamor, el presidente de la asociación de waka thocoris. 

Días antes, en la casa de Hermenegilda supo que ella era una integrante de dicha asociación o fraternidad folklórica y tuvo una sensación de hallar una isla de un tesoro. Este señor le reveló algo que pareció importante, en algún sentido. Hermenegilda era muy querida como miembro de esta fraternidad ya que después de muchos años consiguió ser la pasante completa del próximo convite, como un importante acto de renombre y alcurnias. 

Campoamor reveló que la pasante, insólitamente, había recorrido en tres oportunidades la fecha del convite, de un mes a otro, para enojo y molestia de los fraternos danzarines. Sabían que no le faltaba dinero porque meses antes ya estuvo todo pagado, desde la cerveza hasta la música, el local, absolutamente todo. El investigador escuchó con atención cómo este peculiar señor le recordó que esto era muy extraño y que Hermenegilda no daba mayores excusas por los retrasos y postergaciones del evento, más allá de su nerviosismo nunca pudieron saber por qué recorrió el evento que ahora se realizaría dentro de un mes o quizás ya no.

Una semilla más de incertidumbre más en los valles de su desesperanza. Cabos sueltos por doquier en sus pesadillas y en sus sueños más hermosos aparecía una joven lechera de la danza de waka thocoris bailando a un son peculiar. Otras noches soñaba que era él un danzante y tomaba alegremente la cabeza de toro de su traje por las astas en medio del jolgorio irreverente de los kusillos. Pero siempre terminaba asustado cuando el toro inanimado cobraba vida y lo llevaba hasta un barranco lleno de estalagmitas.

Despertaba compungido con la sensación del vértigo rebozando en su garganta. En lo profundo aún susurraban las sombras, nadie sabe, investigador.

 

[Tres]

Muchos tenemos algo en la vida a qué aferrarnos, un cause vivo de recuerdos o una familia donde habitan nuestras dichas y rencores. Fue la vida de la difunta muy solitaria, siendo su ahijada la única que permaneció a su lado por un tiempo mayor. Nada quería, amigos tenía como se tiene dinero en los bolsillos. Una gran persona con peculiaridades que el vaivén de las polleras otorga a las mujeres de su edad. 

El investigador sintió en el alma que era tiempo ya de culminar con todo porque entre los rumores de la oficina descubrió que el jefe máximo era miembro de la fraternidad de waka thocoris y su voluntad era transfigurada en hechos, algunos muy terribles. Con los pormenores que acarreaba, decidió trasladarse a la casa de la difunta. Una medida desesperada para encontrar inspiración. Al fin lo había comprendido. Ortodoxia a la basura, hermenéutica al piso y su disfraz de investigador a la ropa sucia.

Tenía ahora un propósito singular, convertirse en la supuesta víctima. Entrar en su mente y recorrer los misterios de sus avernos anónimos. Carla no objetó la intempestiva propuesta del investigador, aduciendo que ella quería tanto como él que se resuelva el caso. Carla lo ayudó a instalarse y le contó todo lo que ahí sucedía diariamente. Ambos sabían que ella no se había beneficiado en nada con esta tragedia porque la vieja no había dejado herederos, suponiendo seguramente la inmortalidad.

Recorría la casa de arriba abajo, tocaba todo, hurgaba en lo más recóndito. Se sentó incontables horas en el sillón donde encontraron a Hermenegilda, ahí donde su alma había trascendido la razón forense. 

El fin de semana, sin Carla cerca, pudo perder completamente la cabeza. Revisó el armario de la señora y comenzó a escoger ropa, se cambió varias veces, se vio al espejo. Incluso algunas trenzas postizas posaron en su cabeza. Entonces, pensó en la ropa de waka thocori de Hermenegilda.

Buscó y no halló prenda alguna. Los datos exponían que ella había bailado 41 años, entonces debía tener la misma cantidad de polleras en algún lugar. Pero dónde ocultaba tantas polleras. Deshizo la casa por completo. Más no halló nada. Supuso que para la difunta eran más valiosas que el oro. 

Habló con Carla. Ella le contó que se las había mostrado alguna vez, que las tenía en un armario especial en el sótano. Uno que ahora estaba completamente vacío. 

Después habló con Campoamor y le comentó que no sabía nada al respecto, pero que para el convite la pasante debe lucir todas sus polleras con orgullo, que se ponen una sobre la otra, y que su desaparición podría corresponder a las constantes postergaciones del evento.

Rigoberto habló consigo mismo y se preguntó mirando sus ojos al espejo, ¿quién pudo tomarlas? Mientras su figura se desvanecía y una voz trémula sostenía una negación: nadie sabe, investigador.

 

[Cuatro]

La realidad nos precede. Los momentos de epifanías fueron intensos para nuestro investigador, descargando sus destellos en descollantes tormentas de conjeturas y laberintos de soluciones infinitas. Fue al fin y al cabo un preocupado bienhechor, tanto como pudo. Pero siempre en la vía egoísta; por esa duda infernal que se posó entre las circunvoluciones cerebrales que lo carcomían por dentro, tuvo que buscar una solución. Ya no le importó esa caricia de aprobación que tanto anhelaba como perro faldero. Que se joda el general, se dijo.

Cada día era un instante menos sobre la tierra. Se rindió al vicio de la televisión matutina y los vasos de cerveza vespertinos. Y en las cosas que hacemos encontramos la razón de nuestra historia. Por eso cuanto más quiso evadir la mortificación de buscar sin encontrar, logró obtener una pista fabulosa en el momento menos pensado.

El control remoto y el zapping de la televisión hicieron que se topara con una singular historia que acontecía en un barrio de la ciudad. Escuchó y miró con la máxima atención que un ebrio puede tener. Del cubo animado salían voces desconocidas que con alarma, congoja y sensacionalismo advertían lo extraño del caso. 

Un mes atrás un ciudadano se topó con una sorpresa en la puerta de su casa, de un día para otro se había enquistado ahí una carretilla que yacía sobre un grueso pedestal. Y, lo más importante fue que sobre la carretilla estaban amontonadas muchas polleras de múltiples colores. El evento había causado tal sensación en aquellos arrabales que el gentío ya le rendía cierta pleitesía a la carretilla y le dejaban flores. Algunos ya le pedían favores. 

Contaron que aquel nefasto día el susodicho ciudadano tropezó estrepitosamente con esta carretilla. Siguió con sus actividades cotidianas pensando que el propietario volvería a recogerla. Pasaron los días y nadie apareció. Intentó mover el pedestal tanto como la carretilla e incluso las polleras, pero todo permanecía quieto, como si una fuerza sobrenatural la protegiera y sostuviera todo en su lugar. Intentaron moverla entre varias personas e incluso con una grúa, pero nada.

El rumor corrió y llegó a ser noticia nacional. ¿Sería una señal para el investigador? Advirtió una posibilidad. Se llenó el corazón de nuevas esperanzas. Ánimo al hombro y alcohol al estómago y marchó con solemnidad a paso policial.

Conversó con Archivaldo, el ciudadano que había tropezado con la carretilla y notó que también tapaba la puerta de su morada, después éste le relató lo mismo que había dicho en la televisión. Nada nuevo sobre el horizonte. Miró con detenimiento toda la estructura de arriba hacia abajo pero no encontró nada, sin embargo, antes de darse por vencido un brillo extraño llamó su atención en el pedestal marmolado y pudo distinguir unas letras grabadas en bajo relieve que formaban un extenso mensaje. Y así leyó con dificultad, pero pudo completarlo como sigue:

Las montañas se hundirán,

los vientos callarán cuando el agua suba y ya no caiga.

Mis pasos serán una amenaza,

tus bailes serán una ofensa cuando las piedras se ablanden.

Qué triste, ya ni dormir podré.

Los elementos se juntarán por siempre,

será la vida una sola cuando la melodía mute en armonía.

No se entenderá, en el fondo lo sabrán, 

y cuando el fin esté cerca será mejor disfrutar.

 

Transcribió esas palabras y después sacó una fotografía a las polleras, puesto que en algunas se distinguían un extraño logotipo, con unos cuernos y una especie de contenedor de leche. Se fue directo a la casa de Campoamor; el viejo Campoamor tenía en toda la sala títulos nobiliarios de la comparsa y fotografías con amigos, en las cuales se corroboraba el mismo logotipo que había en las polleras que yacían sobre la carretilla.

Cuando dio lectura a lo encontrado por Rigoberto, confirmó que en efecto eran rimas antiguas de la fraternidad, una canción en ritmo waka thokori que había sido fundacional y compuesta hace más de un siglo. Sólo los más antiguos la conocían y la comparó con una hoja muy antigua que sacó de un cajón con llave. Se la prestó al investigador y entre ambos conversaron sobre la historia de aquel que la compuso. 

Fue el compositor un señor muy alegre pero obnubilado por la tragedia. Pues la canción se la había dedicado a un hijo que perdió por razones infaustas e inexplicables de la vida. Si bien fue un eximio miembro fundador de la fraternidad, todos sabían que buscaba con secreto ahínco a su hijo perdido. Una clásica historia de un progenitor que había perdido a su heredero.

Rigoberto pensó mucho en las casualidades de la vida. Las mismas no debían ser subestimadas. Era todo el resultado de un juego de palabras o la suma de muchas pistas que provenían incluso del más allá. 

Retornó a casa de Hermenegilda y jugando al investigador nuevamente tuvo que aventurarse en los registros que tenía la causa de sus penurias. La difunta en cuestión tenía todo en cajas, con un relativo orden, todo anotado como deudores y saldos. Todo lo que debía tener alguien que se dedica a esos menesteres.

Nunca supo por qué revisó aquellos papeles, pero lo presintió en algún lugar de la cabeza. Todos los momentos torcidos de la mente tienen un propósito dictado por el instinto que conjugado con el raciocinio puede derivar extraordinarios lapsus de lucidez. Y así, nuestro apasionado investigador, continuó rondando los parajes de la incertidumbre.

Vida ahí, vida allá. Vivencias encontró. Muchos escritos y varios papeles sin sentido. Hasta que uno halló con un rótulo que distinguió como importante. Declaraba el papel que había un deudor moroso en las arcas de doña Hermenegilda. Era un nombre extraño y supuso que debía ser un nombre clave, “el Saldo Ñuno”, leyó a modo de título. Pero ningún dato más se revelaba. 

Seguramente, el misterio parecía destinado a durar una eternidad, pero en las sombras un rumor esperanzador seguía acechando, nadie sabe, investigador.

 

[Cinco]

La ciudad era un tablero con casas perfectamente arrimadas a una cuadra trazada con eximio cálculo. Cerca pasaba un río, las montañas azules le daban la apariencia de una real fortaleza y a modo de valle sus cultivos se dibujaban tímidos en sus lindes. Combinaba todo en una simetría terrible a los ojos de un viajero, nada usual en los pueblos hechos de tierra que le precedían. 

Verdadero aspecto señorial para un lugar plagado de necesidad y precariedades.

El río no serpenteaba la urbe, como suelen hacer las aguas que son libres y enamoran con la tierra que las acoge, por el contrario, su cauce la atravesaba como el blasón de una muerte segura.

Sus adoquines guardaban secretos y sus veredas gastadas daban pistas de un pasado glorioso. Sus estructuras eran muy antiguas o muy nuevas, así mismo su gente estaba muy arraigada a sus tradiciones o propensa a la alienación. Pasajeros eran los cambios, así como el viento que vertía de su venerada montaña al poniente de su escarpado paisaje.

En medio de la ciudad anduvo Rigoberto, desempleado, cavilando sus preocupaciones y desatando nudos mentales tan nimios como su menguada existencia. La costumbre hace que el derredor se transforme y casi imperceptiblemente vayamos viendo cada vez menos el horizonte y mucho más los zapatos que nos trasladan. Con la mente tan perturbada que ya no podía ni pensar, anduvo por esta ciudad majestuosa tan solo porque lo cobijaban las miradas anónimas. 

En el suelo vio una línea zigzagueante que se alzaba por la pared y terminaba en un pequeño papel pegado con desgano en el vano de una puerta. Siguió de largo pero el golpe de vista que dio en el papel hizo que se detuviera. Como si lo hubiera repensado. Dio vuelta a sus pasos y leyó con detenimiento, “se recuperan bienes y se cobran deudas, preguntar por Ñuño”, dudó y meditó como si se tratara de un acertijo.

Estaba muy seguro de que esto no era casualidad y resolvió anotar los datos del contacto para concretar una cita. Esperando que sea para bien se dibujó una sonrisa en la malograda faz de nuestro investigador.

[Outro]

Rigoberto encontró a Ñuño, lo interrogó y tuvo muchas albricias en una tarde soleada, sentado en una banca de parque urbano. Lo encontró comiendo mandarinas, tirando las cáscaras en el suelo y escupiendo las pepas. Este personaje le contó que no era un deudor que no le debía nada a Hermenegilda, sino que era la señora quien le debía algún dinero. 

Si bien buscar y cobrar a como dé lugar era su oficio, también tenía la destreza de buscar gente. Hermenegilda lo había contratado para encontrar a su hermano perdido que se llamaba Archivaldo. Ñuño explicó que la señora estaba muy urgida en este asunto. Le reclamaba mucho por resultados como si la muerte le persiguiera. 

Contó que paralelamente Hermenegilda contrató a otro tipo, uno misterioso, enmascarado que suele usar algunos métodos oscuros que atañen al señor de las tres cabezas.  Por eso Ñuño no tardó mucho en mandar al diablo la tarea. Dijo que no creyó que la señora llegara a morir de pena como sucedió, y por eso ahora se lamentaba.

Así con más luces que sombras en su mente, con todo servido, obviamente, el investigador no tardó en atar todos los cabos lógicamente. Debía encontrar al heredero legítimo de la señora muerta, quien tenía las polleras en plena puerta. Satisfecho, nuestro investigador ya quería disfrutar de una fiesta al ritmo de los waka thokoris y sobre el hombro ya sentía su retorno e incluso un ascenso en el trabajo.

Pero antes de que Ñuño se levante decidido a marcharse escuchó esta última inquietud del investigador Rigoberto. ¿Quién es ese misterioso hombre del que hablas?, dijo.  Respondió que no sabía su nombre, pero que lo había visto de lejos alguna vez y dice la gente que viste un traje oscuro con ribetes coloridos y usa un pasamontaña negro, decorado también con lentejuelas, y que se lo ve a veces por calles antiguas y misteriosas del casco viejo de la ciudad, saltando y haciendo resonar sus rimas con ecos misteriosos. 

Se quedó solo en la plaza meditando similitudes y silogismos… pronto el viento lo alcanzó y pareció oír una melodía desde la calle aledaña al sur. 

No se entenderá, en el fondo lo sabrán, y cuando el fin esté cerca será mejor disfrutar… 

Se levantó, corrió en esa dirección, vio alguna sombra, nada concreto y el rumor desapareció. 

Nadie sabe, investigador.

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